Predata: aquí debería ir una foto de mi abuela, pero la señora es muy coqueta y no permite retratarse.
Por desgracias y derivados, mi abuela ha aterrizado en mi casa durante algunos días. La desgracia no es mi abuela, ni mucho menos, sino el origen de que esté por casa, pero bueno, nada que no se haya escrito antes.
La cosa es que mi abuela, con la edad, no está de momento perdiendo facultades mentales sino ganándolas, y ha ganado la facultad de no parar de hablar ni debajo de agua. Al menos la señora se deja aparcado el amor propio y no se duele si, mientras hablas, le asientes con la cabeza aunque, con la cabeza que asiente, estés pendiente de cualquier otro asunto.
La otra cosa es que ahora está en una etapa de verborrea autobiográfica de posguerra que consigue centrar toda mi atención. Cuando habla de su infancia, no reproduzco asentimientos automáticos sino que juego a entrevistarla sin que se note: me sobrecoge la idea de que mi abuela, que sólo me lleva dos generaciones, haya sido una auténtica tercermundista por definición.
La guerra estalló cuando ella tenía cinco años. Era de las mayores de su casa y tuvo que dejar la escuela, por lo que a día de hoy, es analfabeta. Su padre, republicano y miembro de algún movimiento, fue encarcelado durante años hasta que consiguió escapar y huir hasta pasados bastantes más años. Su madre, sola, republicana, y cargada de pequeñeces, no supo hacer otra cosa que deslomarse trabajando, y sus hijos, pasar hambre.
Mi abuela recuerda cómo los guardias civiles llegaban, entraban en su casa e interrogaban a su madre con una escopeta apuntándole al pecho. Recuerda huir despavorida de un señor que era un mendigo y que se coló en su casa, pero que resultó ser su padre, que había venido a visitarlos con el mayor de los secretos.
A los 12 años, mi abuela, que había pasado varios años viviendo entre varios familiares en mejor situación, harta de cenar platos vacíos, se vino a Sevilla capital a trabajar como asistenta interna para una familia rica, que, eso sí, la trató bien, cuenta. El sueldo se lo enviaba íntegro a su madre, y cuando pasaba por delante de los escaparates, no miraba para no saber lo que no podía comprar. A los 19 años, enferma de los riñones, según ella, de lavar a mano toda la ropa de la casa de su señora, se volvió al pueblo, cuando ya, en los 50, algo había mejorado la situación, vestida con ropa cara que las hijas de su señora desechaban y que ella arreglaba por las noches cuando terminaba de recoger la cena de los señores.
Yo, su nieto, de 22 años, con coche propio, estudios superiores casi terminados, portátil y pesadez de estómago frecuente por glotonerías diversas, no consigo asimilar que la señora rechoncha que habla ahí sentada, haya vivido todo eso y siga ahí, enhiesta, madre de ocho hijos y pendiente de no molestar.