En mi isla no hay metro, pero este fin de semana he estado en Madrid. Me gusta el metro porque se percibe de un brochazo la composición de una gran urbe. Puede que por arriba cada uno esté en su sitio, en su terreno, pero, en el subsuelo, todos se mezclan y comparten sin interacción los 20 minutos de trayecto: un homosexual con cresta, una beata arrugada, un obrero andino... En una parada, mientras esperaba, observaba a una latinoamericana cualquiera, de las de poca altura, espalda ancha, trenza negra alargada y mirada escurridiza. Estaba sentada, con los pies casi colgando, un gesto amable y una anticuada chaqueta vaquera sobre el típico uniforme verde de las limpiadoras. La miraba y pensaba en lo terrible que tiene que ser cambiar el frescor de algún punto de la Amazonía por los ajetreados bajos de una ciudad europea y de alquitrán.
En el metro había pantallas que daban noticias locales. El locutor contaba que el gobierno de la Comunidad había dispuesto unidades especiales de policía para desactivar y perseguir nuevas bandas violentas de jóvenes sudamericanos. La mujer alzó la cabeza, escuchó estática la noticia y volvió a bajar su cara redonda, cansada, mientras negaba levemente, y se miró las manos.
P.D.: este náufrago pusilánime sólo vive de comentarios. Gracias.