jueves, 19 de noviembre de 2009

El recuerdo y la memoria


El problema de ser náufrago es que a veces las playas de la isla se vuelven monocordes. A veces no hay nada nuevo en el horizonte que me incite a lanzar una botella nueva. A veces, cuando eso me pasa, me veo empujado a atravesar el mar para robar conversaciones en medio de las aglomeraciones que se suceden en las ciudades. Este hurto al que acostumbre hay que hacerlo en solitario y escurridizo, estar anónimo y al acecho entre la gente, y aplicar el oído durante los escasos segundos en que alguien cruza y deja colgadas algunas palabras. ¡Zas! Cuando ya las tengo, trato de trabajarlas y hacer algo útil con ellas: una nave espacial, un libro o un paisaje.

Os cuento, pues, en esta botella, mi último robo. “...porque recordar significa precisamente...”. No sé qué precedió ni qué vino después de ese trozo, pero me hizo pensar sobre el significado de recordar, sobre su espacio preciso.

Recordar, etimológicamente, es volver a pasar por el corazón (cor, cordis). Cuando uno dice recuerdo, habla de algo cargado de sentimientos y fotografías. Entonces, los recuerdos son un elemento peligroso, ya que no viven en el juicio sino en las impresiones, y a menudo pueden matizarse al antojo de quien recuerda, que se atreve a poner y quitar para que el recuerdo esté cómodo en el corazón. Así, hay héroes históricos que también tuvieron su lado villano al igual que hay tiranos que hicieron algo sensato, pero en el recuerdo se mantiene sólo una de las partes, la que más destaque. Al igual, hay personas que ya no están (tal vez para siempre o sólo por un tiempo) y que, al recordarlas, las desproveemos de todo mal, para que adornen mejor la nostalgia.

Memoria, en cambio, no es en realidad un sinónimo. La memoria es el acto de mantener el pasado en la mente, un hecho tal y como fue, sin que lo abracen la subjetividad ni los ánimos. Son datos tal cual.

Y con todo esto empecé a pensar en el concepto de memoria histórica. Personalmente, me posiciono a favor de este concepto, me parece una acción necesaria que alivia a muchas personas que han sufrido o heredado actos sin justificación por los que nadie les había pedido disculpas. Apruebo los monumentos, los homenajes, las indemnizaciones, etc. Todo merece un sitio y, en cierto modo, las legislaciones que tratan este tema, pretenden ubicar la Historia de un pueblo y consonarla con la forma en que el pueblo la siente (la historia, digo).

En cambio, porque somos humanos, no es fácil parcelar estas dos maneras de observar el pasado y es fácil hacer de la memoria recuerdo, o, a lo mejor, viceversa. Una de las mayores polémicas en torno a la ley para la Memoria Histórica es el desenterramiento de fosas comunes, en concreto, el de la que supuestamente alberga a Lorca.

Si se encuentran los restos de Lorca, se ubican en un mapa y se incluyen en las guías turísticas, no sé qué beneficio obtendrá nuestra memoria o nuestro recuerdo histórico. Si la memoria es recordar un asunto tal y como ocurrió, creo que no hay mayor símbolo histórico y fiel a la Historia que el hecho de que uno de los artistas más importantes de todo el siglo pasado, una de las personalidades más singulares de la poesía y del teatro, esté en el subsuelo de algún punto incierto de la Vega de Granada que nadie conoce con certeza, tal y como resultó de los hechos que ocurrieron, así de cruel, así de injusto. Así lo prefiero. ¿Y vosotros?

lunes, 9 de noviembre de 2009

Berlín y la anécdota inaudita


Perdón por el retraso, pero hace no mucho que he vuelto de Berlín, la gran ciudad, y uno necesita su tiempo para readaptarse al naufragio. Justo he vuelto en las vísperas del vigésimo aniversario de la caída del muro, uno de los momentos históricos más trascendentales de los últimos 50 años y etc. En cambio, uno no vuelve a su isla para dar lecciones de historia, sino para contar la gran anécdota que se esconde detrás del derrumbe del telón de acero, que no mucha gente conoce, y que a mí se me antoja uno de los actos más heroicos que la humanidad ha llevado a cabo sin que nadie se lo ordenase.

Érase una vez una rueda de prensa convocada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de la antigua RDA a la que Riccardo Ehrman, corresponsal para la agencia italiana de noticias ANSA, asistió intrigado por las palabras del convocador (“es muy importante”). Era 9 de noviembre de 1989.

La rueda de prensa se planteaba como una de tantas en las que el gobierno anunciaría nuevas medidas aperturistas que posteriormente se anularían o se modificarían de forma que no fueran tan maravillosas como se anunciase. En cambio, en esta ocasión, se produjeron varios errores. En primer lugar, Günter Schabowski, portavoz del gobierno, acababa de regresar de las vacaciones y minutos antes de la rueda de prensa recibió de manos de Egon Krenz, jefe del partido comunista, los documentos que sostendrían sus palabras, entre los que había una nota en la que rezaba “Ab sofort” (a partir de ya) que posiblemente estuviese ahí traspapelada.

Casi a su término, la reunión iba a pasar sin más como otra rueda de prensa, en la que el gobierno había anunciado que los ciudadanos iban a disponer de un pasaporte con el que podrían realizar viajes al extranjero sin grandes parafernalias. En cambio, el curso de Europa se alteró a raíz una pregunta. Ya habían preguntado si esta modificación facilitaba también el paso a la otra Alemania, ante lo cual, Schabowski improvisó un “also, doch, doch” (esto... claro, claro). Siguieron las preguntas y Schabowski empezaba a sudar frío, agobiado por el desconocimiento de las respuestas. Riccardo Ehrmann llevaba un buen rato con la mano levantada, hasta que, con la sesión casi levantada, le dieron la palabra:

- Wann tritt das in Kraft? (¿cuándo entra esto en vigor?)

- Was? (¿qué?) [Schabowski se atribulaba y rebuscaba entre los documentos que le entregó Krenz]

- Ab wann? (¿a partir de cuándo?)

- [Sacó de entre los papeles la nota de Krenz, y leyó:] Ab sofort. (a partir de ya)

Ya los periodistas estaban recogiendo y apenas nadie prestó atención a tan reveladora respuesta, pero Ehrmann se percató: había tirado el muro. Al poco de llamar a Roma y comunicar la noticia, los teletipos de las agencias anunciaron el fin de la fragmentación alemana y olas y olas de habitantes de la RDA se apelmazaron ante los pasos del muro, pasaporte en mano. Todos los guardias de seguridad estaban desconcertados, ya que no se les había comunicado ningún cambio en cuanto a la política de pasos, e igual estaban los jefes y funcionarios del gobierno, que se quedaban absortos cuando recibían la noticia, bien a través de los medios o través de subordinados perplejos que solicitaban instrucciones.

La confusión era extrema y la muchedumbre imparable. La presión alcanzaba el cielo y los guardias abrieron finalmente los pasos, cediendo a la marabunta, que, eufórica, decidió que se abrirían más y más pasos y comenzó a martillear el muro y a encaramarse y a gritar ¡por fin libres! Ya nada ni nadie podía detenerlos. El muro había caído y el pueblo vencía.

Las lecturas geopolíticas e históricas se las dejo otros. Con la parte que yo me quedo es con el maravilloso detalle de que todo era mentira. En ningún momento ningún cargo oficial había decidido que el muro caía y, en cierto modo, no fue nada más que una decisión unánime (por supuesto, escopeteada por unos titulares inciertos), no fue más que el acto unísono de miles de personas que dijeron: vamos a cruzar el muro.

Es posible, y espero, que haya más ejemplos como este, pero quizás sea el único que yo conozco en que el pueblo impuso su deseo y demostró ser imparable, igual que lo podría haber demostrado años o décadas antes, pero no lo hizo, inconsciente de su poder, o mejor, consciente de la endeble individualidad de la que se compone. E igual pueden las masas derrumbar tiranos y frenar máquinas, e incluso resucitar a los muertos, como en el poema de César Vallejo.

A lo mejor no somos tan insignificantes, a lo mejor sí que podemos cambiar el mundo, ¿o qué?.